Preludio
Todo lo que escribí el otro día —todo lo que conté— tuvo un profundo impacto en mis recuerdos. No en los que ya están escritos, sino en los que aún no han sido pronunciados, en los que aún no han sido tejidos por mi consciencia.
Y, aunque no soy mayor, quizás, por mi forma de mirar y de valorar los momentos cotidianos como únicos, merezca la pena empezar. De nuevo.
Todos los veranos, en mi dormitorio, me envuelvo en el último vestigio de lo que fue el telar de las viudas: la colcha tejida por mi abuela Dawn cuando yo vine al mundo. Y todos los veranos intento, sin éxito, tejer como ella.
El día que me enseñó —yo estaba en plena adolescencia y mis manos torpes apenas lograban seguir el ritmo de las suyas— también me mostró el texto de Caelia. Bueno, el copiado por alguna antecesora nuestra y vuelto a copiar, letra a letra, por Dawn, como hacían los antiguos copistas: contaban las letras para que no se perdiera nada.
Ese recuerdo se desbloqueó en mi mente como un hilo que se suelta. Y, con él, se encendió en mí la necesidad de seguir contando. De seguir escribiendo.
¿Cómo lo haría? Siguiendo los pasos de la lámpara de Caelia. Erigiéndome —aunque sea por ahora en voz baja— como guardiana de la llama. De la esperanza de mi familia.
El guardián de la lámpara
Lorna comprendió, una tarde en la que el viento apenas movía las cortinas, que el único acceso al cariño de su abuela eran los hilos entretejidos de la colcha, las flores bordadas en las sábanas que, con tanto esmero, le regaló. Dawn Smoulder nunca escribió una sola línea sobre lo que había vivido, ni permitió que su dolor ni su alegría invadieran el aire.
A veces, Lorna la sorprendía musitando a las ocho en punto. Siempre decía que rezaba, pero nunca supo si oraba por alguien, por sí misma o por lo que no fue.
Ella, que se desenvolvía con una fuerza inquebrantable en el día a día, nunca aprendió a mirar hacia adentro. Y no por crueldad, sino por haber crecido con una ausencia tan grande como el silencio que ella guardaba, y una madre que callaba, pensando que, si su hija sabía la verdad, pasaría vergüenza.
Y, sin quererlo, dejó en herencia un nudo que a Camelia la empujó a gritar su verdad, y a Lorna… a llegar a la puerta más tosca y cerrada, sin saber ni siquiera qué preguntas hacerse. Hasta que entendió que, para avanzar, primero hay que saber de dónde se viene.
Sólo atravesando los desiertos, los valles, las montañas y las ciudades se avanza. A veces creemos que basta con saber movernos por la ciudad, que dominar lo cotidiano nos protege del dolor. Pero no es así.
Si no atravesamos las vivencias que nos habitan, se quedan. Se enquistan. Y, desde ahí, nos condicionan, y a veces nos determinan.
La lengua inglesa, según dicen algunos expertos, es, entre otras muchas cosas, onomatopéyica; o, lo que es lo mismo, forma palabras para describir fenómenos según el sonido que hacen.
Una de mis palabras preferidas en inglés es through, porque suena como el silbido de una flecha que finalmente da en el blanco. Incluso al pronunciarla, se lanza el aire con agilidad y fuerza.
No se trata de ir rápido, se trata de ir through. De atravesar. De dejar que cada paso complete un camino vital único: el nuestro.
Cuando logramos pasar, cuando hemos sentido la tierra crujir bajo nuestros pies, entonces —y sólo entonces— podemos escribir.
Poner por escrito lo vivido es el acto de dejarlo atrás. Para que quienes vengan después aprendan sin cargar con dolores ajenos. Sin que su cuerpo se vea habitado por sufrimientos que no son suyos. Porque lo que uno no se atreve a atravesar, lo termina transmitiendo.
A veces nos afanamos por dejar una herencia a nuestros hijos, para que caminen por el mundo con ayuda. Pero ¿cuánto valdría la posibilidad de no transmitirles ningún dolor adicional a su propia vivencia?
Lorna aceptó que lo mejor que podía hacer para dar propósito a su vida era forjar su historia con verdad, con la guía de Caelia en mano y todas las cosas que había vivido, y de las que ahora querría aprender.
Pero la tristeza la invadía muchos días porque, a pesar de pertenecer a una familia donde lo que sobraba era la información y la historia, sentía que le faltaban datos.
Así era.
Una mañana cualquiera, dos años después del entierro de Dawn, Lorna coincidió en la panadería con la señora Vera. Una mujer de paso lento, mirada firme y voz que siempre sonaba igual: ni cálida ni cortante, solo firme.
Se conocían de toda la vida, pero nunca habían cruzado más que saludos educados en el parque o algún comentario sobre el clima.
—Hace mucho que no te veía —dijo la mujer, mientras pagaba su barra de pan—. Creo que la última vez fue en el funeral de tu abuela.
Lorna asintió con una sonrisa suave, algo vencida por la memoria repentina.
—Es verdad… —dijo—. Gracias por venir aquel día. Lo apreciamos mucho.
La vecina se quedó en silencio un segundo, como si estuviera leyendo un renglón que solo ella podía ver.
—La vida que tú tienes —dijo al fin, con un tono sin dramatismo, casi como quien comenta una receta— es la que a tu abuela le habría encantado tener.
Lorna parpadeó. Su cuerpo no reaccionó enseguida, pero algo dentro hizo clic, encajó o detonó (a día de hoy aún no queda claro).
No hubo tiempo para más preguntas. La vecina se despidió con una inclinación leve y salió del local sin volverse.
¿Qué vida tenía ella? ¿Qué vida no tuvo su abuela?
Lorna se quedó allí, dividida entre lo que creía saber de Dawn y lo que quizá nunca supo.
Esa frase, lanzada al aire como quien lanza una piedra al río sin esperar respuesta, se convirtió en un eco que no dejaba de expandirse.
Por primera vez en mucho tiempo, Lorna sintió que le faltaban no solo datos… sino muchas preguntas.
Y que tenía que empezar desde ahí.
Y decidió reconstruir la historia de Dawn Smoulder desde el principio.
Como su abuela fue fiel seguidora de la lámpara del Fénix, Lorna sólo tuvo que desentrañar en qué momento de la vida de Dawn se daba el siguiente paso.
Mi abuela Dawn

Dawn Smoulder nació en el seno de una familia sencilla, pero desde el primer momento era evidente que no sólo la belleza la adornaría: en ella había un halo de dignidad, una fuerza latente y un dinamismo poco comunes. Era una niña que parecía hecha para algo más que sobrevivir.
Perdió a su padre con apenas cinco años, y aquello marcó su vida de forma silenciosa pero irreversible. Su madre —heredera del legado de las vestales— le contaba cada noche, mientras cepillaba su largo cabello dorado antes de dormir, las historias de su familia: cuentos que no estaban en libros, sino en el tuétano de sus huesos.
Hacía generaciones que el apellido Phoenix había desaparecido de su línea, pero el relato se mantenía vivo a través de la voz.
Su madre no había huido en busca de una vida mejor, sino para evitar un final prematuro a manos de su esposo. Encontró refugio en el padre de Dawn, un hombre tranquilo, y juntos tejieron un hogar precario, pero lleno de cariño.
Dawn no entendía del todo esas historias, pero adoraba los mimos. Su madre decía que su cabello estaba hecho de hilos de oro, dignos del mejor telar.
Tras la muerte del padre, la situación se volvió insostenible. Su madre, después de muchas consideraciones y agotando todas las demás posibilidades, confió a una Dawn de sólo ocho añitos a una vecina que trabajaba en Wergon Manor, para que pudiera servir allí y al menos no morir de hambre.
Así empezó como una niña de los recados: llevaría agua, carbón, lo que hiciera falta.
Pero cuando el ama de llaves la vio llegar —tan pequeña, tan despierta, tan diligente— comprendió de inmediato que estaba ante una niña distinta.
Pronto la envió a hacer las compras al mercado para la cocina del señor Phoenix.
Aunque la mansión almacenaba víveres mediante salazón, vinagre u orza, la comida del señor Whitey siempre se compraba fresca. Y, para ello, se necesitaba a alguien hábil, rápido y fiable.
Las casas de bien solían enviar a las criadas más bonitas. Dawn lo era.
Tal vez demasiado joven, pero la duda se disipó cuando la vieron moverse con agilidad entre fruteros pícaros y cuentas engañosas.
Dawn aprendió rápido a no dejarse estafar, y cada día volvía con lo justo y lo necesario. Con delicadeza, compraba la carne o el pescado, y algo de fruta fresca para el menú del señor.
Llevaba ya tres años en esa labor. Whitey Phoenix nunca había reparado en ella.
Hasta que un día —quizás uno de los más tristes de su vida— la vio.
Venía del notario. Sus hijos le habían pedido su herencia en vida, en efectivo, para perseguir sus propios sueños.
Habían abandonado el apellido, la historia, la casa, para poder respirar por sí mismos.
Con una salvedad: el pasado pesaba demasiado, pero el dinero era liviano y fácil de llevar.
No estaban dispuestos a forjar un futuro sin ayuda.
Era uno de los últimos días en que los vería juntos.
Iba camino a casa, con el corazón hecho jirones, cuando se fijó en una cabecita rubia que discutía acaloradamente con un carnicero.
No tendría más de doce años, pero luchaba por unos pocos céntimos como si la vida se le fuera en ello.
Y esos céntimos, en realidad, eran de él.
El contraste con lo que acababa de vivir fue tan abrumador, que se detuvo en seco.
Preguntó por ella al chófer, el señor Fairchild.
Al llegar a la mansión, fue directamente a buscar a la señora Butler, su fiel ama de llaves, y le contó lo que quería hacer por la niña.
No quería compasión.
Quería un futuro.
Dawn no lo supo ese día, pero su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
La señora Butler entró en la cocina con pasos serenos, como quien lleva entre las manos un mensaje muy esperado, saboreando el momento.
Llamó a Dawn con un gesto, y la niña dejó la cesta de patatas a medio pelar y se limpió las manos con el delantal.
—El señor quiere verte —dijo el ama de llaves.
Dawn tragó saliva. En la casa, eso no era habitual.
Y no sonaba a reprimenda.
Sonaba a otra cosa.
Se aseó apropiadamente antes de acudir a la llamada.
Subió los peldaños de la escalinata principal por primera vez sin una bandeja en las manos.
Cuando la puerta del despacho se abrió, vio al señor del retrato colgado en la galería como el hombre que era.
Estaba de pie, junto a un ventanal gigante terminado en arco, con una palillería de hierro forjado que cruzaba los cristales formando cuadros, con las manos a la espalda.
—Siéntate, niña —dijo sin mirarla del todo—. No te preocupes, no has hecho nada malo.
Ella se sentó con el cuerpo recto y las manos en el regazo, como había visto hacer a las criadas mayores cuando estaban en presencia del señor, aunque nunca había visto a ninguna criada sentada hasta ese día.
—He visto cómo discutías con el carnicero.
Nadie lucha así por unos céntimos si no tiene sentido de la propiedad.
Y tú, por edad, aún no tienes nada.
Me has hecho pensar.
Dawn lo miró sin saber si aquello era un reproche o una alabanza.
Bajó la mirada un segundo, luego volvió a levantarla.
Él sonrió muy levemente, como si aprobara ese gesto.
—Quiero proponerte algo —continuó—. Llevo años intentando que mis hijos se interesen por la historia de nuestra familia. Por lo que somos. No quieren saber nada. Para ellos, la herencia es sólo dinero. Tú, en cambio, pareces tener ese algo que a ellos les falta: conciencia, entrega… y una buena cabeza para las cuentas, según me ha dicho la señora Butler.
Dawn esbozó una sonrisa tímida y se puso más derecha aún. Las cuentas sí se le daban bien. Siempre lo supo.
—Pero eso no basta —prosiguió él—.
Si realmente quiero que alguien recoja el legado de esta familia, que lo comprenda y lo cuide, necesito que sepa más que sumar y regatear.
Necesito que pueda leer, escribir, investigar. Pensar.
Y para eso, tú necesitas una educación.
No de criada, sino de archivista, de cronista, de memoria viva.
Además, tendrás ante ti un proyecto muy importante de investigación.
Te necesito instruida, y eso mismo es lo que te propongo.
Ella no dijo nada al principio.
No sabía si se esperaba una broma o una trampa.
Pero, al ver que él aguardaba su respuesta con serenidad, se atrevió a hablar.
—No sé si seré tan lista como cree, señor. Las letras todavía me bailan. Pero… aprender, sí que quiero.
—Eso basta —dijo él.
Hubo un silencio largo. No incómodo, sino nuevo.
—¿Podría… —dijo ella—, podría ir a contárselo a mi madre? Si no le molesta.
Whitey asintió con la cabeza, sin decir palabra.
Dawn volvió a casa esa misma tarde. Su madre la esperaba como siempre, con la tetera caliente y las manos ocupadas en la costura.
Cuando se lo contó, no lloró. No era su estilo.
Pero bajó la cabeza y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió de lado.
—Vas a aprender, hija. Y con eso, vas a volver a levantarnos a todas.
Sabía que su hija había encontrado su camino en la vida.
Para que no olvidara su origen, le regaló el telar vertical más pequeño de que disponía, con una caja de hilos: los mismos que la señora Butler guardó en el sótano nada más llegar a Wergon Manor para evitar distracciones, y en los que, sin nadie saberlo, se ocultaba la lámpara del Fénix.
El período que siguió fue tan exigente como inesperado.
Las jornadas de aprendizaje de Dawn no estaban marcadas por dulces promesas ni sonrisas condescendientes.
Fueron años de estudio intenso, guiados por institutrices severas y de carácter férreo, personas que la hicieron conocer de primera mano los estragos del carácter dictatorial.
Pero ella resistía.
No por orgullo, sino por hambre: hambre de sentido, de posibilidades.
Le habían brindado una oportunidad y la iba a aprovechar.
A los dieciséis años, un nuevo personaje apareció en su historia.
Se trataba de Steven O’Malley, el abogado de confianza del señor Phoenix, un hombre de mediana edad con vocación de maestro frustrado y una aguda sensibilidad para detectar mentes despiertas.
Una tarde cualquiera, en medio de una conversación sobre aranceles y mapas, descubrió en Dawn algo que ni siquiera ella sabía que llevaba dentro: una llama escondida bajo años de silencio y servidumbre.
Avisó inmediatamente a Whitey.
—Si sólo la quiere para archivar, estará desperdiciando un talento —dijo con voz firme—. Esa niña razona. Proyecta. Tiene alma emprendedora, y sólo yo sé cuánto necesita usted alguien así para que le ayude con los negocios.
Pero Whitey no escuchó.
No por desinterés, sino por obsesión: estaba demasiado absorto en su proyecto de recuperar, ordenar y proteger la historia de su familia.
Quería que todo estuviera por fin donde debía, y Dawn era la pieza que lo hacía posible.
Los años siguientes trajeron estragos que ninguna voluntad pudo detener.
La guerra irrumpió en Europa como una ola que lo empapó todo.
Los planes de formación se interrumpieron sin ceremonia, y el país comenzó a movilizar hasta el último recurso.
Con Whitey debilitado por la edad y una enfermedad cardíaca que empeoraba, a la vez que dejaba a un lado su actividad vital para centrarse en el pasado y en la relación cada vez más fría que mantenía con sus hijos, la casa se llenó de silencios y cuidados discretos.
Nadie le contó que Dawn había sido llamada a servir en una fábrica pirotécnica, en cumplimiento de una orden oficial.
Tampoco supo que había sido ella quien, con su firma aún temblorosa, había solicitado esa asignación.
No lo hizo por lealtad a un país que jamás le había ofrecido más que silencios.
Lo hizo porque no estaba dispuesta a quedarse quieta mientras todo ardía.
Ella no se puso al servicio de su gobierno.
Dawn Smoulder era de sí misma y de su familia. De nadie más.
Y si iba a ofrecer sus manos, sería porque así lo elegía. No porque nadie se lo exigiera.
Me detuve al escribir esa última frase.
Había algo en ella que quemaba, como si aún conservara el calor del fuego donde se forjó.
Mi abuela Dawn nunca levantó la voz, ni llenó el aire con grandes discursos.
Muchas veces me hicieron falta sus palabras, pero ahora me doy cuenta de que dejó una estela.
Hoy, al recordarla, al invocarla, al ver en mi madre envejecida el poso de su fortaleza, siento que, en parte, esa fuerza también camina conmigo.
Ella fue suya.
Y yo, empiezo a entender lo que eso significa.