“Quien hila en tiempos de escasez, hace bien.
Porque entre hebras, a veces, vuelve el porvenir.”
– Caelia Phoenix
Lance y Dawn
Lance, con solo 21 años, tuvo uno de los más tristes privilegios que puede tener un soldado: sobrevivir cuando todos los demás, tus amigos, tus compañeros durante años, han caído en batalla. Fue todo tan confuso y sangriento, que sólo supo después acerca de su propia supervivencia. En plena batalla, creyó que todo había terminado, que la vida lo abandonaba. Tenía en la boca un sabor metálico, a hierro. No encontraba sentido a nada de aquella guerra horrible en la que se había visto envuelto, pero ahí estaba.
Él no era un apátrida, ni muchísimo menos; aún no era un hombre maduro como para serlo con fundamento. Ni en su naturaleza estaba el rechazo al orden establecido. Su dinamismo y sus andanzas tenían que ver con una parte de él, su manera de descubrir la vida con muchísima ilusión, con todo tipo de aventuras y sin esperar a que nadie se lo contara. Pero todo aquello estaba construyendo en su interior el hombre que sería: un hombre de diálogo, razonable, cariñoso, del que por desgracia recuerdo menos de lo que me gustaría.
Recuerdo sus manos, grandes, gigantes para una niña como yo, siempre arregladas, siempre explicando cosas que parecían sin importancia solo para tener un espacio solo de los dos, a pesar de que en casa fuéramos muchos más. Era algo que, cada día que pasa, aprecio más: que construyera algunos momentos, de forma totalmente consciente, para dejarme algo solo de él y mío. Era un hombre inteligente y con valores. Se equivocó muchísimo, como todos, o quizás un poco más por tener corazón. Recuerdo su voz, sus manos, su olor y alguna anécdota. Lo demás lo he construido a través de las voces de mis padres y hermanos, y también con mi imaginación.
Aún conservo su máquina de escribir. Y esta es su historia. O al menos, el fragmento que logró llegar hasta mí.
Lance no era un hombre de armas, aunque conocía el peso de un fusil y el frío que se cuela bajo la piel cuando se duerme sobre tierra extranjera. Había visto morir a compañeros sin comprender por qué. Y en esos silencios —no en las órdenes, ni en los disparos— entendió que las guerras no siempre se ganan o se pierden: a veces solo se atraviesan en tu vida y la cambian por completo, te dejan dando vueltas como la ruleta de un casino para situarte, al final de todo, en una nueva senda para recorrer tu camino y que cuando te llegue el turno de marcharte puedas sentir paz y serenidad, y abandonarte al sueño eterno. Se aprenden demasiadas cosas en la guerra: pocas que imitar, y muchas de las que huir.
A diferencia de su padre y sus tíos, nunca sintió orgullo por la riqueza. Sí lo sintió por su abuelo Whitey, aunque no por lo que tuvo, sino por lo que intentó construir. Y cuando supo que la familia se había disuelto entre pleitos y herencias, sintió que nada de aquello iba con él. Por eso, al volver, no buscó una fortuna: buscó su hogar. Nada obsesivo, ningún afán de resolver el misterio de la familia, sólo buscaba un lugar cierto del que partir.
El autobús se detuvo en el cruce, junto al viejo poste de madera que aún conservaba los restos de una señal oxidada. Lance bajó con una maleta en una mano y el abrigo doblado sobre el brazo izquierdo, el mismo donde seguía alojada la bala. Caminó los dos últimos kilómetros en silencio, con paso regular. El camino a Wergon Manor no había cambiado. La misma hilera de castaños, el suelo lleno de helechos, la misma curva al borde del arroyo. Las ruedas de algún coche habían dejado marcas recientes en la tierra húmeda, pero el paisaje era idéntico al de su infancia. La casa apareció al fondo, parcialmente oculta entre los árboles. Las ventanas, altas y estrechas, reflejaban la luz gris del cielo. Todo era viejo, Lance lo sabía, pero estaba tan cuidado que se veía digno y precioso, eso quizás era percepción suya. El tejado mostraba signos de desgaste. Aun así, la estructura seguía en pie, sólida, discreta.
Empujó la verja, que cedió con facilidad. El jardín tenía la hierba más crecida de lo habitual y apenas tenía flores. Algunas matas silvestres habían crecido junto a los senderos de grava. Al llegar a la entrada, dejó la maleta a un lado y se quedó quieto unos segundos, observando la puerta de roble, los herrajes oscuros, el buzón con la pintura descascarillada.
Tocó una vez. Esperó. Una mujer abrió. Rondaba los cincuenta, con un delantal claro y el ceño ligeramente fruncido.
—¿Sí?
—Soy Lance. Lance Phoenix.
Ella asintió despacio.
—Puede pasar. Llamaré a la señora Butler
Él recogió la maleta y cruzó el umbral.
La puerta se abrió hacia adentro. Al otro lado, el ama de llaves lo miró con gesto inquisitivo, la expresión contenida tras sus gafas redondas. A su lado, Anastasia sujetaba un paño de cocina y fruncía levemente el ceño.
—El señor dirá— comenzó la señora Butler.
—Soy Lance. Lance Phoenix.
Hubo una pausa, y una pregunta sin palabras.
—Sí, señora. Soy hijo de Roger.
La señora Butler asintió muy despacio, como quien se enfrenta a una fotografía de alguien que ha crecido sin permiso.
Anastasia lo observó aún sin decir nada. De pronto, entrecerró los ojos, ladeó la cabeza y su rostro se iluminó.
—¡Ay, wait a moment! ¡You used to love el salmorejo en verano!
—¡Anastasia!
—La misma, señor, la misma a la que usted decía: “Anastasia, can I have otro platito, porfa”. Bien fresquito, que te lo ponías hasta en el pelo si te dejaban.
Lance soltó una risa breve y suave.
—Puedo oler ese recuerdo
—¡Pues claro que it does! Yo no olvido a los que comen con gusto, eh. And mira que tú tenías un don para eso.
—Qué bien lo he pasado en esta casa
—Pues ya que estás here, te haré uno. Aunque no sea verano todavía —añadió, y le dio un golpecito en el brazo sano al pasar.
La señora Butler no sonreía, pero tampoco se oponía. Hizo un leve gesto hacia el pasillo.
—Puede dejar la maleta ahí. Le prepararé una habitación. Hay sitio.
—Gracias. No vengo con prisa.
El aire en el interior olía a jabón, pan reciente y carbón apagado. A casa.
Anastasia apareció en la cocina con la fuente cubierta y una sonrisa leve, satisfecha, como quien termina algo bien hecho sin buscar aprobación.
—Hoy toca salmorejito, niña. Cold and smooth, como debe ser. El cuerpo lo pide sin tener que decirlo.
Dawn, que estaba terminando de colocar los cubiertos, alzó la mirada.
—¿Y eso?
—Tenemos visita. El nieto del señor Whitey, el más chico. El que me pedía always un segundo plato. Y yo se lo ponía, porque lo agradecía a lot.
—¿Lance Phoenix?
—Ese mismo. Ya está aquí. Mira, si algo tiene esa familia, es que saben volver.
Dawn sonrió.
—Pues ha sido una elección estupenda. Yo podría comer esto todos los días como entrante.
Anastasia se volvió despacio, como si acabara de escuchar una verdad importante.
—Eso me lo dijo él una vez, ¿sabes? Tenía maybe… trece, catorce. Me miró con los ojos brillando y me dijo: “Anastasia, si me das esto cada día, me quedo aquí pa’ siempre.”
Guardó silencio unos segundos, y luego añadió:
—Anda, ve al comedor. Dile algo. Una cara amable siempre sienta bien cuando uno vuelve. Y tú tienes ese don de llegar sin molestar, tienes ´ángel´
Dawn se sonrojó levemente.
—¿Yo?
—Yes, you. Eres como el azahar en marzo: La flor es pequeña, pero de un día a otro, perfuma todas las calles. Go now. Let him know he’s home.
Dawn se limpió las manos con el delantal y cruzó el pasillo sin prisa. Abrió la puerta del comedor justo cuando la señora Butler terminaba de colocar una mesa para uno. Sobre el mantel, un plato hondo esperaba su turno. Lance acababa de volver de intentar hablar con su abuelo, que seguía dormido por la medicación. Se sentó con gesto tranquilo, agradeciendo el esfuerzo silencioso de la casa por hacerle sitio sin invadirlo.
Entonces la vio.
Dawn entró con paso ligero y discreto. Llevaba el cabello recogido, las mejillas ligeramente enrojecidas por el calor de la cocina, y su porte habitual, nada de lo común, hay que aclarar. Lo observó un momento, sin intención de incomodar, antes de hablar.
—Me dice doña Anastasia que usted es el culpable del salmorejo —dijo, con una media sonrisa.
Lance levantó la mirada, sorprendido por la frescura de su tono.
—Culpable y reincidente, me temo.
—Me doy cuenta solo con verlo —añadió, con respeto— de que tengo ante mí al relevo generacional del querido señor Whitey.
—Espero que eso no sea demasiado peso.
—No lo sé. Pero sí es bastante responsabilidad —respondió con amabilidad.
Hubo un segundo de silencio, no incómodo. Ella asintió suavemente con la cabeza, como si se despidiera sin palabras, y se dispuso a salir.
—¿Y usted? —preguntó él—. ¿También es de aquí?
—Desde hace unos años, sí. Esta casa me dio más de lo que esperaba cuando era niña. Ahora intento devolvérselo.
—Entonces quizás me enseñe algo de ella.
—Quizás —respondió, sin comprometerse, pero con una leve sonrisa que bastaba.
Se marchó, y Lance la siguió con la mirada. Había algo en ella que no sabía nombrar, pero que le resultaba magnético. No era belleza —aunque la tenía—. Era energía. Presencia. Una forma de estar en el mundo que no necesitaba adornos. A lo largo de su vida juntos, Dawn nunca perdió ese halo, y Lance nunca supo descifrar a qué se debía, quizá por eso se quisieron tanto.
El reloj del pasillo marcaba las cinco cuando se oyó el timbre. Anastasia abrió sin alzar la voz, y O’Malley entró como quien conoce bien la casa pero no se permite confiarse.
Llevaba un abrigo largo, un sombrero sobrio y un maletín de cuero envejecido. Sus movimientos eran metódicos, casi ceremoniosos. Al verlo, Lance se puso en pie.
—Señor Phoenix —dijo O’Malley con una leve inclinación de cabeza—. Ha pasado tiempo.
—Demasiado —respondió Lance, ofreciéndole la mano.
Fueron al pequeño salón donde Anastasia ya había dispuesto el té. Dos tazas, panecillos y una bandeja con mermelada de ciruela.
—Venía a hablar con su abuelo, pero me temo que no está en condiciones —añadió O’Malley, tras una pausa—. Y como lo veo aquí, y veo que no está de paso, me atreveré a decirle lo que me preocupa.
Lance asintió, sin decir palabra.
—La situación financiera no es buena. Su abuelo repartió demasiado pronto lo que aún no estaba consolidado. Sus hijos —usted lo sabe— no supieron conservarlo. Y Wergon Manor, esta casa, sobrevive por la gestión discreta de una persona a la que, creo, debe usted prestar atención.
Lance frunció el ceño apenas.
—¿La señora Butler?
—No. Me refiero a la señorita Dawn Smoulder. La joven archivista que su abuelo contrató hace años. Fue idea mía formarla para ordenar sus papeles, pero lo que ha hecho desde entonces va mucho más allá. Sin pedir permisos, sin títulos. Solo sentido común.
O’Malley tomó un sorbo de té antes de continuar.
—Vio que no se podía mantener al personal. No tenía autoridad para despedir a nadie, así que habló con cada uno, les buscó salidas, hizo recomendaciones. Ninguno se marchó con resentimiento. Algunos incluso ganan más ahora. Lo hizo con elegancia. Con inteligencia.
Lance guardó silencio. Pensó en el rostro que había visto un rato antes en el comedor. En la seguridad con la que lo había mirado, sin altanería.
—¿Y ahora?
—Ahora tiene ideas. Buenas ideas. Sobre la lana, sobre los talleres. Pero su abuelo, en su lucidez intermitente, nunca quiso verla como otra cosa que una chica lista con buena caligrafía. Y eso, señor Phoenix, ya no es suficiente.
Lance apoyó una mano sobre la mesa.
—Quiero escucharla.
—Entonces tendrá que pedírselo usted. No lo hará sola. No es su estilo.
El comienzo de todo
Dawn acudió presta a la llamada de Lance. Primero, porque era el nieto de su querido Sr. Whitey; segundo, porque a pesar de estar muy delgado por la guerra, le pareció guapísimo, y no había que perder oportunidades de cruzarse con él. Dawn siempre fue formal y nunca fue tonta, ni cursi. Si alguien era guapo o le gustaba, lo reconocía en su interior con una honestidad impropia de su edad y de su época.
Cuando le preguntaron, fue directa al grano, si no, la tarde se la iría en explicaciones superfluas.
—Cuando no haya pan, haz memoria —dijo Dawn al sentarse.
O’Malley alzó una ceja, intrigado. Lance esbozó una sonrisa breve.
—Es la primera frase que leí de Caelia Phoenix —continuó ella—. Y desde que vi la situación financiera de la familia, esa frase no me deja en paz. Así que me puse a leer con otros ojos los diarios de Whitey. Y también los archivos más antiguos.
—¿Y? —preguntó O’Malley, entrecruzando los dedos.
—Y encontré una historia. No una leyenda. Una herencia tangible.
Resulta que cuando Catalina de Aragón vino a Inglaterra como parte de su dote, trajo con ella más que trajes, joyas o diplomacia. Trajo ovejas. Ovejas merinas, castellanas. Lana fina, inigualable.
—Eso lo sabíamos —dijo O’Malley—. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Uno de los antepasados Phoenix —continuó Dawn— retirado por la edad de las campañas al lado del soberano, trabajó para la Corona gestionando parte de ese rebaño real. Lo hizo tan bien, que fue obsequiado con dos parejas de las mejores ovejas. No fue un pago. Fue un voto de confianza. Y las crió lejos del conflicto, con orgullo de pastor. Cuentan los registros que resultó ser su verdadera vocación.
Necesito saber —y miró directamente a Lance— si aún quedan descendientes puros de esos animales. Si las merinas de la familia han sobrevivido… o si se han mezclado.
Lance se giró hacia O’Malley.
—¿Lo estás pensando?
—Sí —respondió el administrador—. Las castellanas.
Un silencio reverente se instaló en la sala. Dawn se levantó despacio y sacó de su carpeta una hoja doblada.
—Este es el cuaderno donde Whitey las menciona. No como un activo. Nunca piensa en su herencia en términos de posesiones, siempre busca trascender a través de los relatos, lo cuenta como una promesa.
Lance lo tomó en sus manos.
—Decía que eran para tiempos de paz —murmuró.
—Pues la paz ha llegado —dijo ella con firmeza—. Y con ella, la oportunidad de hilar otra vez. Pero esta vez, no solo para vender. Esta vez, para avanzar..
El sol se derramaba sobre la pradera al este del molino viejo, donde el rebaño pastaba sin prisa. Un viento suave movía la hierba e impregnaba el aire del olor de la vida. Dawn se bajó del carruaje con su pequeña maleta en la mano. Se había preparado antes de salir, con sus aperos y su actitud. Ese olor tan agradable no era el que iba buscando, continuó con paso firme, siguiendo a sus sentidos. Lance la siguió, dejándola hacer.
—¿Estás segura de que es aquí?
—No. Pero lo sabré cuando lo vea —dijo Dawn, sin dudar.
Junto al cercado de piedra, un hombre mayor les esperaba. Tenía las manos curtidas y el rostro surcado por una red de arrugas profundas por la dureza de su trabajo y amables porque había sabido vivir. Al verla, entrecerró los ojos, y tras un instante ladeó la cabeza.
—¿Eres tú?
Dawn lo miró con atención… y una sonrisa brotó como un recuerdo.
—Mr. Halberg. Usted vivía en la casa junto al horno de cal.
—Y tú eras la niña que me vendía pan con tu madre los domingos. Qué barbaridad, no sabía que habías progresado tanto, me alegro, niña.
—Ni yo que usted estaba aquí., para mí también es una noticia estupenda.
Se estrecharon la mano como quien cierra un círculo. Halberg asintió hacia el rebaño.
—Estas son las que llaman las castellanas. No se mezclaron. Whitey lo dejó por escrito: si morían, que murieran puras. Y no murieron. De mi cuenta ha corrido todo este tiempo, dijo el hombre, satisfecho.
Dawn asintió, y sacó de su maleta un pequeño telar de mano, el que le regaló su madre, donde halló el texto de Caelia, el que estuvo años oculto y olvidado en el desván. Lance la observaba con una mezcla de admiración y asombro. Pareciera que veía a un relojero suizo con tantísima precisión, pero era algo más: parecía que estuviera mirando a un alquimista.
—¿Vas a probarla aquí mismo?
—Claro. No hay prueba mejor que el tacto.
Halberg le tendió una madeja ya esquilada, peinada con esmero. Dawn tomó un mechón entre los dedos. Lo frotó, lo estiró. Cerró los ojos.
—Es cálida. Seca pero flexible. No raspa. No se rompe. Mira el rizo… esto es calidad de exportación. No hay rastro de cruce con razas británicas. Esta es lana de reyes. La hemos encontrado.
Tomó asiento y puso el pequeño telar en su regazo. Sus manos, tan acostumbradas a escribir a máquina y a mano, a archivar, a manejar tomos interminables, de repente se convirtieron en manos de hilandera, y sus dedos adquirieron vida propia, esa que estaba dormida en lo más profundo de sí. Sus manos, sin ella ser totalmente consciente, tomaron posturas de su madre, de su abuela, de, de, de alguien que aprendió de Caelia. Con total naturalidad.
En silencio, comenzó a tensar el primer hilo en su telarcito, mientras los hombres la observaban sin interrumpir. Sabían que estaban viendo algo único, se sentían privilegiados, algo en su cara cambió, su rostro se iluminó sin ella darse cuenta, sólo sintió bienestar y plenitud. Hiló una pequeña hebra. Luego otra. Y al tercer cruce, alzó la cabeza.
—Esto no es lana para mantas de batalla. Esto es lana para heredar.
Halberg se tocó la visera, emocionado, y volviéndose a sus ovejas, las acarició satisfecho.
—No creí que llegaría a ver el día en que alguien volviera a hilar esto.
Dawn sacó de la maleta su libreta cuadriculada y su ábaco de madera. Lo colocó junto al telar como si se tratara de un ritual íntimo: cálculo y tejido, mente y manos. Empezó a deslizar las cuentas de un lado a otro con precisión.
—Necesitamos lana para cincuenta trajes de caballero, es lo mínimo que necesitamos para situarnos en el mercado. Que los distribuidores textiles empiecen a pensar en nosotros.Cada traje requiere al menos cinco kilos de lana cruda. Eso nos da…
Las cuentas se deslizaron. El lápiz garabateó.
—Doscientos cincuenta kilos. Lo que produce, más o menos, un rebaño entero. Cincuenta ovejas. Merinas, puras.
Halberg silbó bajo.
—Parece que las tenemos. Realmente tenemos más de 100.
—Parece —dijo ella, sonriendo— que el pasado aún puede vestir al futuro.
Lance, sin decir nada, supo que acababa de presenciar el nacimiento de algo mucho más grande que un negocio.
Nunca pensé que una madeja pudiera sostener una herencia. Pero ahí estaba Dawn, tejiendo el futuro con manos antiguas. Entendí entonces que no se trataba de salvar un apellido, sino de encontrar formas de dejar huella sin quedarse atrás.