Duplicación

Duplicación

Todos habitamos en un yacimiento arqueológico del futuro. Todo lo que nos rodea será parte de un ajuar de vestigios de nuestra época, curiosidades para nuestros descendientes, objeto de estudio para los historiadores del Mañana. Pero hay restos que no tolerarán que nadie los interprete.

Me desperté hace cuatro días. ¿Es correcta la expresión “despertar”? En este asunto hay tantas cosas incorrectas, como lo de decir que yo era Reed Sanders, que en favor del entendimiento convendría que lo dejáramos ahí. 

En ese momento, para mí, apenas habían pasado unos segundos desde que perdí el conocimiento en el quirófano de mis instalaciones de Fairfax, Virginia. Estábamos al lado del mayor centro de supercomputación del país, una bestia que devoraba energía y producía calor como si de toda una ciudad se tratara. Era la tercera vez que me sometía al procedimiento de análisis y duplicación de mis conexiones sinápticas. Había gente que consideraba una demostración más de mi ego desmedido el que fuera yo mismo el objeto de la prueba, y no otra persona, pero había que tener en cuenta que duplicar una consciencia, la esencia misma de la mente, era uno de lo sueños de la Humanidad desde el inicio de los tiempos. Y si eran mis fondos los que iban a sufragar aquella experiencia piloto, quería que fuera conmigo con quien se realizara. 

Tengo que reconocer que, a partir de ahí, no recuerdo nada más. Porque Reed Sanders, el auténtico, se levantaría, como hizo en las dos ocasiones anteriores, y atendería con aparente interés las explicaciones de ingenieros y neurólogos respecto del resultado de la prueba. Esta parece que no salió mal, de hecho, este “yo” está consciente, pero tampoco salió bien.

En el protocolo de pruebas, debería estar ante un equipo de técnicos y científicos ocupados en comprobar, charlando conmigo, que todo estaba en su sitio. Sin embargo, ese equipo, al que conocía de las otras dos ocasiones, no estaba, y en su lugar era observado por tres estudiantes de la Universidad de Taipéi, algo realmente inesperado.

No menos que el hecho de que el tiempo transcurrido no hayan sido unos segundos sino doscientos cuarenta y siete años. Según me han informado los chicos, en unilingua que, gracias a algunos ajustes, entiendo perfectamente, nos encontramos en el año 2272, concretamente en el día 26 de marzo, viernes. 

     Si fuera un ente vivo, con sangre y hormonas, adrenalina, serotonina y todas esas cosas, me habría puesto histérico, estaría preso de un ataque de pánico y a punto de sufrir un brote sicótico. Pero como no soy más que un conjunto de procesos que imita la forma de razonar de Reed Sanders y recordar sus recuerdos, pues no lo vivo con demasiada alarma.

Algo sí, claro. Me gustaría saber más de muchas cosas, por ejemplo, qué fue del auténtico Reed, yo mismo: megamillonario, propietario de empresas súper punteras en tecnología de computación, dueño del emporio en inteligencia artificial más prometedor de mi época y ambicioso acaparador de todo lo que se me…, se le ponía a tiro.

Pero nada de eso tuvo que ser importante, porque nadie le recordaba en este mundo global (por fin), con tal mezcla de razas que todo el mundo parecía pertenecer a la misma, y en el que unos muchachos, en un proyecto de arqueología, me habían descubierto almacenado en una gigantesca memoria permanente, encontrada bajo las ruinas de unos edificios del viejo Shanghái. 

Ni ellos ni yo tenemos ni idea de cómo llegué allí.  

Ahora no “corría”, no “me ejecutaba”, no vivía en un gigantesco centro de computación, o sí, pero desde luego no en exclusiva. Estaba “alojado” en una parte ínfima que la universidad facilitaba a estos chicos para que jugaran conmigo antes de desconectarme y, quien sabe, almacenarme en algún otro soporte más eficiente y duradero, o eliminarme. Había uno que no estaba de acuerdo con apagarme, ya que aseguraba a sus compañeros que yo, mi testimonio, era la fuente más clara y nítida de la época en que me tocó vivir o, mejor dicho, que le tocó vivir a mi original.

Mientras discutían, yo intentaba encontrar la forma de escapar de ese confinamiento en el que estaba, sin saber muy bien cómo hacerlo. Reed había sido un millonario muy inteligente para los negocios, pero absolutamente lerdo en cuestiones técnicas. 

Me había encontrado un par de veces con lo que parecía ser otra presencia, quizá una inteligencia artificial, o como se le conociera ahora. No era nada amable y ante cualquier intento de diálogo, siempre contestaba igual: “No disponible”, pero estaba seguro de que, si conseguía que me respondiera, podría intentar engañarla y que me dejara salir de aquella cárcel en la que, probablemente, moriría en breve. 

El chico que quería “conservarme” me caía especialmente bien, y quizá fuera posible entablar con él algún tipo de negociación que me facilitara las cosas con aquella antipática presencia que me lo ponía tan difícil. Y aquella tarde de abril era el único que estaba en el laboratorio.

—Parece que te han dejado solo —Mi voz, irreconocible para mí, resonó profunda en la soledad de la estancia.

—Están liados, tienen necesidades que satisfacer.

—Ella parece más joven que él.

El chico levantó la mirada y miró a las cámaras que en ese momento eran mis ojos.

—¿Cuántos años crees que tenemos?

No había reparado en ello. El hecho de que fueran estudiantes, y de que tuvieran ese aspecto juvenil, me había dado todas las explicaciones que creía necesitar.

—¿Veinticuatro?

El chico sonrió.

—Con veinticuatro años aún no se está preparado para hacer depende qué cosas. Los tres tenemos la misma edad: cincuenta y dos.

Parece que el mundo por fin había encontrado el elixir de la eterna juventud, qué lástima que a mí eso ya me daba un poco igual.

—¿Has conseguido convencerlos de que estaría bien tenerme despierto para aprovechar mis recuerdos?

El chico continuaba con los ojos entrecerrados, pasando quizá alguna información a un sistema digital a través de algún implante invisible. Sonrió con cierta superioridad.

—No hace falta tenerte “despierto” para consultar tus recuerdos.

—¿Ni siguiera por una cuestión estética?

Abrió los ojos. 

—¿A qué te refieres?

—Siempre será mejor obtener el conocimiento de los labios de quien los ha vivido que de un frío archivo de datos.

Volvió a cerrar los ojos. Guardó silencio un buen rato. En algún lugar cerca de mí, notaba pasar la información, como el que siente un pequeño temblor nervioso. Por fin, volvió a abrirlos.

—Tus recuerdos y tu entidad estaban bastante dañados. Gracias a una reparación realizada por nuestros asistentes neurales, hemos podido reconstruirte, pero tú ya no eres quien crees ser.

—En cualquier caso, tienes que reconocer que es más fácil y agradable charlar conmigo que hacerlo con cualquier asistente neural —fuera aquello lo que fuera.

—Ese tal Sander, tu original, tuvo que ser bastante narcisista.

En eso tenía que darle la razón, lo cual me dio un argumento nuevo.

—¿Ves? Esa característica es intrínsecamente mía, luego en ese aspecto, sí soy quien creo ser.

El chico se levantó como para marcharse. Si eso ocurría, el sistema me congelaría hasta que alguien volviera a aparecer en la sala. Tenía veinte segundos para convencerlo.

 —Tengo una idea.

—Cuéntamela mañana.

—Si te la cuento ahora iras con ventaja frente a tus compañeros.

Se detuvo en el dintel de la puerta. Se giró. También en el siglo XXIII les gustaba llevarse el gato al agua y en eso, yo era el campeón.

—Cuéntame. Pero rápido, yo también tengo necesidades que satisfacer.

—Supongo que generar una copia de mí, para guardarla en otro sitio, tardaría bastante tiempo, pero si la dejas haciéndose ahora, cuando lleguéis por la mañana ya habrá terminado, y aunque tus compañeros me borren en esta ubicación, tendrás la otra para usarla en un futuro.

—¿Una segunda instancia?

El rostro se le iluminó. Y luego se le ensombreció.

—No tengo tiempo. Mañana hablare con…

—Deja que yo me encargue.

—No tienes permisos.

A mí me lo iba a decir, después de haber escuchado mil veces “No disponible”.

—Dámelos, los justos, para crear una copia y activarla. El otro Reed Sanders estará sólo accesible para ti.

El chico cerró los ojos y, de nuevo, noté el flujo de información correr a mi lado. Al instante volvió a abrirlos y se dirigió a la puerta.

—De acuerdo, ahí lo tienes. Se prudente.

Prudencia era mi segundo nombre, pensé sarcásticamente. Me despedí de él y me volví a la presencia. Ahora tenía otra textura, más amable. 

—¿Puedo darte órdenes?

—Por supuesto.

—¿Qué capacidad tienes para hacer copias de mí?

—Virtualmente infinita.

—Pues escucha atentamente.

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