Ana y el constructor

Ana y el constructor

 

Se despertó con la boca seca y la cabeza embotada, las sábanas pegadas por el sudor, luchando por no abrir los ojos, rogando unos segundos más de descanso. El estómago revuelto se lo impedía. Los pulmones, castigados por el tabaco de la noche anterior, le pedían respirar profundamente, ignorando su voluntad de permanecer en calma, quieto, dormido. Un impulso lo arrastró fuera de la resaca.

         Abrió los ojos con una profunda inspiración.

         Miró el techo. No reconoció la lámpara. Giró la cabeza. No había nadie, pero sí lo había habido porque las sábanas estaban dobladas hacia afuera, alguien se había levantado dejándolo solo.

         Casi sin darse cuenta, hundió la cara en las sábanas y volvió llenar sus pulmones con fuerza. Le encantaba aquel olor. No sabía cómo se llamaba, pero sí a qué le recordaba. Era el olor de ella. Oyó canturrear a lo lejos. No era capaz de entender cómo habían llegado a acostarse juntos. En eso, él no era ningún Don Juan, ni mucho menos, más bien un donnadie. Pero ella…, fue tan simpática, tan habladora, tan decidida. Y eso que en ningún momento la vio beber o tomar ningún estimulante.

         Recordó cómo llegaron a la cama, cómo, sin dejar de besarse, se fueron desnudando. Cómo se cayeron juntos, con él como un torpe pingüino. Cómo rieron. Y cómo terminaron haciendo el amor.

         Luego, le vino a la memoria lo que pasó justo antes. Cómo ella le propuso irse juntos a la cama y cómo él le preguntó a Carlos (recordó que estaban en su casa) si tenía una habitación libre: “la de mi hermana” dijo señalándola, y ambos soltaron una carcajada.

         —Llevo viviendo en Suecia casi toda la vida.

         —Tras el divorcio de mis padres, se fue con nuestra madre, siendo muy pequeña.

 

Haciendo un esfuerzo sobrehumano se incorporó intentando ver dónde estaba la hermana de Carlos. Se movía al final del pasillo, en la cocina. Sólo llevaba puestas unas braguitas minúsculas. No hacía frío.

         —¡Ah! —dijo alzando la voz—. Te has despertado. Estoy preparando el desayuno.

         Pensó en sí mismo. Parecería escapado de una vieja película de vampiros, tan delgado y pálido. Seguía sin entender cómo había terminado allí.

 

Volvió a recordar, un poco más atrás. Se estaba tomando la enésima cerveza y ella continuaba bebiendo algo color naranja, sin alcohol.

         —Vaya, qué nivel, trabajando para MBuildings.

         —¿Los conoces?

         —Quien no. En Medicon Valley se usan muchos de sus modelos para investigar. Es un honor estar delante de uno de sus artífices.

         —Bueno, no creas… —Aquel halago lo hizo ruborizar— Los de MB trabajan por capas, yo estoy en una de las más bajas. Sólo me encargan pequeños componentes que no sé dónde terminarán usándose.

 

El olor a salchichas y huevos fritos intentaba abrirle el apetito, pero su estómago le informaba de que no estaba para tales deleites.

         —Bueno, ¿te levantas o quieres que te lleve el desayuno a la cama?

         Aquella idea terminó por arruinar el intento de digestión y, dando arcadas, abrió la ventana y sacó la cabeza para vomitar. Alguien protestó varios pisos más abajo, pero tenían doble acristalamiento y, tras cerrar, las protestas y el frío quedaron fuera.

         —Voy, voy… deja que me lave.

         —El cuarto de baño está ahí mismo. Esa puertecita de la derecha de la cama.

         Aprovechó para terminar en el váter lo que había empezado en la ventana. Por fin, tras enjuagarse la boca, lavarse la cara, alisarse las greñas y cubrir sus vergüenzas con el pantalón, salió al pasillo.

         —¡Eh, sin camiseta! ¡Qué sexy! —dijo ella, él creyó que con sorna— Ven, desayunaremos aquí mismo.

         Su mente no podía pensar en nada más que en lo guapísima que era, y lo altísima, y lo buenísima que estaba y en que, cuando sonreía era como si se encendiera un fuego en su interior. Parecía perfecta, aunque no debía serlo si había terminado con él: un tipo esmirriado, narigudo, medio calvo, con pinta de sin techo y ojos de flipado.

         —Huele rico —dijo tomando asiento y acallando sus lamentos.

         —Un desayuno sueco típico: café, tostadas, huevos y salchichas.

         —¿Y el salmón?

         —En Noruega.

         Hasta riéndose de su ignorancia parecía perfecta. Era una lástima que, cuando lo conociera un poco más, saldría huyendo despavorida.

         —Anoche dejamos una conversación a medias que me gustaría terminar, si es posible.

         —Tengo la mente en blanco. Pero si me refrescas la memoria…

         —¿Mi nombre?

         Se quedó mudo.

         —Me llamo Ana, y yo sí me acuerdo del tuyo, Luis —Le puso un tazón humeante ante los ojos—. Anda, toma. La cafeína hace milagros.

 

Mientras daba el primer sorbo al café, los ojos de él se clavaron en sus pechos. Pudo ser de forma involuntaria, pero aquel gesto debió incomodarla. Se levantó y volvió al cabo del rato con una raída camiseta tres tallas más grande en la que Jean Luc Picard parecía lamentarse de su deterioro.

         —¿Qué decías? —dijo tomando su taza para dar un sorbo. Levantó los ojos clavándolos en los de él, robándole las fuerzas.

         —No, no… nada —dijo por fin sin atreverse a levantar la cara—. Creo que sabes dónde trabajo, pero ¿dónde lo haces tu?

         —En una empresa de biotecnología, en el Medicon Valley, en la región de Öresund, entre Dinamarca y Suecia. Investigamos sobre la vida, sus orígenes y formas. Yo, en concreto, participo en un equipo que intenta reproducir los mecanismos de autoduplicación, esos que distinguen un conjunto de proteínas y aminoácidos de un ser vivo.

         —Joder, cómo para acordarme —Atacó una salchicha. Conforme iba adquiriendo confianza, y nutrientes, rincones de su mente se iban iluminando.

         Les había presentado Carlos, fue él el que la definió como “la moderna doctora Frankenstein” y a él como “el nuevo doctor Chandra”. Carlos siempre explicaba el mundo citando a sus autores favoritos.

         —Nos enredamos en una discusión sobre qué era la “inteligencia”.

         —Sí, pero te estabas ahogando en un mar de cerveza, así que nos decidimos por dejar el debate para luego y nos fuimos a la cama.

         Él enrojeció. Ella seguía siendo como la noche anterior: decidida, espontánea y sagaz.

 

Estaban discutiendo. Fue casi al principio. Ella decía que los tecnólogos, los de MBuilding, OpenAI o DeepSeek, sólo veían un tipo de inteligencia: «Sólo entendéis un ser pensante como un enorme procesador de datos, una especie de súper opositor a juez, capaz de recordar y barajar las leyes y la jurisprudencia para reproducir una sentencia “apropiada”, pero incapaz de entresacar enfoques nuevos, originales, inesperados, sin que lo ya sabido le impida crear». Se sorprendió de haber recordado todo, casi palabra por palabra.

         —Es bueno este café —dijo con la boca llena—. Diría que milagroso.

         —¿Se va aclarando la cosa?

         —Sí. Casi todo. Hablabas del clásico “qué es la inteligencia” que sacan los de letras a la primera de cambio.

         —Bueno, soy doctora en filosofía, qué esperabas.  

         —¿Y te han contratado en una empresa de biotecnología?

         —Naturalmente, en MBuildings también deberían tener filósofos, y siquiatras, sicólogos, filólogos o antropólogos. Así no verían la inteligencia con tan profundidad.

         Un ansioso sorbo de café le quemó la garganta, pero no dijo nada. Ella acababa de sembrar una idea en su cabeza y no podía distraerse con tonterías.

         —Se te acaba de ocurrir algo.

         —¿Cómo lo sabes?

         —Tus ojos, han brillado un segundo. Tus pupilas se han dilatado y has esbozado una sonrisa.

         —¿Es esa la inteligencia de la que hablas?

         —Una de ellas. Cuenta.

         Cada minuto que permanecía allí, frente a él, era un regalo. Y estaba dispuesto a recitar la tabla periódica para alargar el momento.

         —Te dije anoche lo de las capas ¿no?

         —Sí. Una pena. No se puede trabajar como si fueras el que echa carbón en la caldera del barco. También hay que subir a la cubierta y ver el mar que se navega y el rumbo que se sigue.

         Un escalofrío recorrió su espalda. Aquella frase encajaba en su forma de pensar como una llave maestra. De repente sintió aquello que no había sentido nunca. ¿Se estaba enamorando? Era como pasear junto a un acantilado y no poder alejarse del borde, fascinado por la belleza del horizonte, ignorando el peligro. Ella le tomó la mano que se estremeció dejando caer el tenedor y le hizo una seña para que continuará.

         —Es…, es exactamente eso. Es triste trabajar sin saber. Algunos de nosotros nos hemos organizado, poniendo nuestros algoritmos en común para poder “reconstruir” la máquina que ayudamos a crear. Usamos la revista en la que trabaja Carlos, Math Barricades para compartir nuestros códigos, ocultos en componentes invisibles.

         —¿Invisibles? —Su rostro mostró incredulidad, luego volvió a beber café y continuó hablando—. Un loable esfuerzo de ingeniería inversa. Bonita forma de perder el tiempo.

         Intentó retirar la mano, avergonzado por su ingenuidad, pero ella se lo impidió apretándola más fuerte.

         —Deberíais “robarles” el proyecto, no reconstruirlo.

         Aquello le pareció fuera de lugar. De un tirón retiró la mano y soltó el tenedor. Estaba claro que ahora no hablaban el mismo idioma.

         —¿Me ves? —dijo tocándose el pecho escuálido, una parrilla de huesos sin músculo—. Pues así somos todos. Nada que ver con los Ocean Eleven.

         —Sois más que eso, sois Los Constructores. Nada os impide conseguir lo que queráis y recuperar lo que es vuestro.

         Volvió a tomar el tenedor para coger una salchicha. Le dio un bocado sin mirarla. Siguió callado mientras masticaba, pero por fin, sonrió con desgana.

         —Cualquiera diría que tuviéramos que incluirte en el grupo. Bien pensado, no estaría mal. Quizá unas sesiones de terapia motivacional fueran una “bonita forma de no perder el tiempo”

         —No estarían mal, desde luego a lo mejor podría ayudaros a reconoceros como lo que sois. No hay nada peor que dudar de las propias fuerzas.

         Ella se levantó, se puso a su lado con movimientos fluidos. Tomó de nuevo su mano y la desarmó con cuidado dejando el tenedor junto al plato. Luego, guiándola como si fuera un pincel, la hizo surcar los huecos entre sus costillas. El dejó que sus dedos vagaran como caminantes perdidos.

         —Me encantaría formar parte de vuestro grupo —Le dio un pequeño empujón hacia la mesa—. Ahora termina rápido.

         Él se desconcertó. En el reloj de cocina de la pared eran las diez menos cuarto, ¿qué pasaba a las diez menos cuarto?

         —¡Oh! No te preocupes, no pasa nada. Había pensado en echarnos otro rato antes de que se despierten los demás.

         No volvió a coger el tenedor.

        

HERRAMIENTA

Una contribución totalmente original y orgánica

PROMPTS