Los límites de lo infinito

Los límites de lo infinito

El ser humano es capaz de medir con gran precisión las cosas pequeñas, pero cuando se trata de medir lo grande, lo enorme, lo inconmensurable, rápidamente dejamos la abstracción numérica y utilizamos un término metafísico: infinito. Es posible que nada sea realmente infinito, ilimitado, aunque sí hay una cosa que lo es: la estupidez humana.

Max Anderson abandonó el estrado. Todo el mundo parecía satisfecho, en especial los organizadores de la charla.

        —Menudo revuelo. Venga por aquí.

        No podía evitar ser una “celebridad” en el mundo de la física y estaba acostumbrado a este tipo de recibimientos, donde las miradas de admiración se confundían con las de envidia.

        —Deberíamos irnos, no tengo ganas de enfrentarme a ese público otra vez.

        —No se preocupe—. Acompañado por el rector, se montó en un taxi que, siguiendo sus instrucciones, los llevaría a un sitio que el taxista debía conocer, dada la diligencia con que asintió y se puso en marcha.

        El rector realizaba algunas llamadas y Anderson aprovechó para reflexionar sobre la exposición que acababa de dar. Había sido la misma que las últimas cuatro veces, sin cambiar una coma. Eso no le producía especial regocijo, y la excusa de que ahora le costaba motivarse, menos aún.

        Contar la teoría que llevaban años desarrollando en Berkeley se le hacía pesado. Pasearla por universidades y foros, más aún. A él, el líder del equipo, le había tocado ese papel ante un auditorio más o menos dispuesto a compartir sus visiones en un mundo, el académico, lleno de espíritu crítico y, por qué no decirlo, egos implacables.

        El taxi se detuvo poco después frente a un restaurante con un letrero de tipografía curiosa que rezaba Txoko Jatetxea. Bajaron, el rector abonó la carrera y juntos entraron en el local.

        Era un lugar de apariencia sofisticada. Ante sus ojos, un salón en el que un grupo no muy numeroso de mesas dejaba suficiente separación entre ellas como para ofrecer espacio e intimidad. La luz, cálida, tras gruesas pantallas de cáñamo, se centraba en las mesas, iluminando los cubiertos y los comensales hasta el pecho, pero no más arriba, lo que hacía que sus rostros quedasen ocultos en las sombras.

        El rector interrumpió su conversación, se quitó el teléfono del oído y le indicó los datos de su reserva al anfitrión de sala que, con un gesto de asentimiento, intentó que le siguieran hacia una puerta en uno de los laterales. Volviendo a pedir disculpas a quien hablara con él, retiró de nuevo el teléfono y detuvo al empleado para señalarle la barra, donde algunos clientes esperaban turno o compañía.

        —Le ruego que me disculpe —se volvió hacia Anderson—, aún tengo que atar algunos cabos, si no le importa, pida lo que desee. En breve estaré con usted.

        El conferenciante se vio de repente solo en el mostrador, interrogado por un camarero serio pero amable.

        —¿Quiere tomar algo mientras espera? —dijo cambiando de posición y señalando una vitrina refrigerada con algunas botellas en su interior—. Permítame mostrarle una selección de vinos de la región que ofrecemos para degustación a nuestros clientes. Anderson miró entre las botellas y descubrió una palabra que le resultó familiar.

        —Póngame un jerez, por favor.

        —¿Prefiere fino, solera u oloroso?

        —¿Cuál es la diferencia?

        —Lo maduro y complejo del sabor. El fino es más joven y fresco, más sincero. En el otro extremo, el oloroso, es más viejo, más hecho y posee muchos más matices.

        —Póngame un oloroso, compliquemos la experiencia.

        El camarero ignoró el comentario y se dedicó a servir el vino elegido con diligencia. Al girarse para reconocer el lugar, vio a un joven, al otro lado de la barra, que le saludó inclinando la cabeza. Anderson no lo conocía, así que pensó que sería uno de los estudiantes que había asistido a la conferencia y le devolvió el saludo girándose de nuevo para darle a entender que no quería entablar ninguna conversación. Pero, como temía, aquel gesto de indiferencia no fue suficiente y una voz a su espalda se lo demostró.

        —Doctor Anderson, disculpe que le moleste.

        El que le interpelaba había saltado desde el final de la barra acompañado de una chica de su edad, ambos con cara de no haber roto un plato en su vida. Eso no eliminaba los reparos del científico, aunque los hacía más llevaderos.

        —Perdonen, estoy esperando a mis anfitriones, me temo que no podré atenderles —Pero la cara de decepción de los estudiantes le hizo reconducir su mensaje añadiendo—, demasiado tiempo.

        —No se preocupe, lo entendemos —dijo la chica—. Mi nombre es Elena Santaolalla, y él es Roberto Verdejo. Ambos somos estudiantes de física y acabamos de asistir a su conferencia. Permítanos, antes que nada, ofrecerle nuestro más sincero agradecimiento.

        El científico sonrió, pero bajó la guardia y el chico aprovechó para preguntar:

        —¿No ha venido la doctora Rubinstein?

        El mundo de las investigaciones, teorías e hipótesis académicas no era el paraíso de la razón. Todos querían su trozo de posteridad y las luchas, sotto voce, eran encarnizadas. Nadie en su sano juicio hubiera dejado pasar la oportunidad de aparecer como el líder de su proyecto. Y mucho menos cediendo el protagonismo a otro miembro de su equipo: los focos y el interés deben estar sobre el que lidera la propuesta. Pero en ese momento, exponer el “Multiverso según Anderson” le producía más molestias que satisfacciones. Y, mientras él se paseaba por el mundo, su equipo, con Sofía Rubinstein a la cabeza, seguía investigando y profundizando. Hasta tal punto había crecido en importancia el papel de Sofía, que algunos hablaban ya del “Universo Matemático Anderson-Rubistein”. Y un buen grupo de colegas “sospechaba” que la que importaba de verdad aquí era ella. La pregunta de aquel joven no hizo más que ahondar en esa sensación que a Anderson le angustiaba.

        —Sofía tenía otros compromisos que atender, no obstante, le haré llegar su interés.

        Los chicos se miraron. Anderson había visto eso mil veces, precedía siempre al momento en que plantearían una cuestión no muy documentada, algo que a un estudiante le da vergüenza preguntar, porque podría hacerle parecer como ignorante.

        —Hay una cosa que nos inquieta —dijo la chica, más echada para adelante—. Antes, cuando en el turno de preguntas le pidieron que aclarara la naturaleza del multiverso, dándole un ejemplo, usted ha dado una respuesta… enigmática.

        Además de la pérdida de protagonismo en la investigación, había algo que le preocupaba aún más, si acaso: la continua traslación de la naturaleza profunda de sus ideas hacia el mundo de la literatura de ficción. Casi podía jurar que era eso lo que movía a aquellos dos jóvenes que tenía delante.

 

Hoy, sin ir más lejos, el auditorio estaba formado en su mayor parte por aficionados a la ciencia ficción, fans de series de televisión y sagas de cine. Y no es porque estuvieran disfrazados como sus personajes favoritos, ya les hubiera valido. Era por sus preguntas, que nada tenían que ver con lo expuesto en la conferencia, sino con esa ficción. Recordó una de las que más le irritaron.

        —¿Entiende que de su explicación de las branas del multiverso y de cómo estas se separan a velocidades superlumínicas, el viaje entre universos paralelos a velocidad de curvatura no sería posible?

        El que preguntaba parecía no haber entendido nada, pero seguro que se sabía de memoria la vida de sus héroes favoritos.

        —Perdone. La «velocidad de curvatura» se basa en una interpretación válida de las ecuaciones de Einstein, pero su realización enfrenta obstáculos científicos y tecnológicos insuperables hoy día. Por ahora, pertenece más al ámbito de la ciencia ficción que a la ingeniería aplicada.

 

Al recordar esto dejó a los dos chicos, junto a la barra, observándole con expectación, esperando a que les diera pie para continuar exponiendo esa duda que les inquietaba. El científico miró sin querer hacia la entrada del restaurante, comprobando a su pesar que el rector seguía hablando por teléfono.

        —¿A qué se refiere?

        El chico no esperó ni medio segundo para continuar.

        —Sí. Nos referimos a cuando le han preguntado por la posibilidad de la existencia de universos con características que podríamos llamar “mágicas”.

        Anderson recordaba aquello. No fue así. El joven que la formuló no habló de “magia” en general sino de una en particular.

        —¿Se refiere a cuando alguien preguntó si en alguno de los universos del multiverso podría haber órdenes de caballeros con poderes especiales?

        —Sí —intervino ella—, en concreto habló de Jedi o Sith.

        —¿Qué les ha parecido enigmático de mi respuesta?

        —Usted respondió que cuando en la teoría de los múltiples universos que acababa de exponer se afirma que existiría un número infinito de universos no se refería a la existencia de un universo para cada gusto u ocasión.

        —Sí, dijo que “la infinitud queda circunscrita, según su modelo, a aquellos universos que puedan tener una representación matemática”.

        Anderson recordaba la pregunta y la respuesta. La duda de los estudiantes le hizo enarcar una ceja.

        —Y bien, ¿qué es lo que no han entendido?

        Para él, la culpa de que las charlas tuvieran este auditorio tan inmaduro era sin duda de la cultura pop, que se había apropiado de conceptos físicos poniéndolos de moda al usarlos como argumentos para su creación de productos de consumo. La tarea de tener que explicar a gente con mentes demasiado pueriles conceptos tan abstractos le agotaba y le hacía perder su propia visión científica.

        Observaba a los jóvenes, que argumentaban a toda velocidad solapándose uno al otro, pero no los escuchaba. Había llegado a la conclusión de que jamás volvería a intentarlo. Regresaría a sus estudios en Berkeley y dejaría de buscar fondos y apoyos a cambio de dar espectáculo. Nunca más. En adelante encargaría esa misión a Sofía.

        La llegada del rector le recordó que aún, esa noche, tendría que cenar con un par de posibles inversores para venderles las ventajas de sufragar sus estudios, lo que venía a ser la otra cara del mismo espectáculo.

        —¿Subimos?

        Los chicos pasaron del entusiasmo al pánico: su ídolo iba a desaparecer llevándose con él la respuesta a su importante pregunta. Ella intentaba que respondiera a esa cuestión que Anderson ni siquiera había escuchado y él garrapateaba algo en una servilleta.

        —El doctor tiene compromisos y no les puede atender, deben disculparnos.

        —Le he dejado la URL de “Maths barricades”, el blog del grupo —dijo el joven entregándole la servilleta—, encontrará en él nuestras hipótesis y cómo contactarnos. Somos estudiantes de muchos países que seguimos sus trabajos. Visítenos, por favor.

        Anderson tomó el papel y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta haciendo un gesto de confirmación. El rector tiró de él y los chicos quedaron solos y algo frustrados.

 

Al subir las escaleras, Anderson recompuso el tipo, después de aquel asalto juvenil, y recordó por qué estaba subiéndolas.

        Solía pasar que, cuando se invitaba a dar una conferencia a líderes de equipos de investigación de rango internacional, el concepto de honorarios era sustituido por otros.

Una invitación, con gastos pagados, llevaba emparejada una reunión con algún mecenas. Algunos eran representantes de la Industria, dispuestos a encontrar nuevos nichos de negocio. Otros simples aficionados con grandes fortunas, que perseguían oportunidades de inversión o solo notoriedad y buena imagen, a cambio de colaborar con los gastos. En cierto modo, quien daba la conferencia, “vendía” un producto de difícil evaluación para la mayoría de los mortales, lo que le añadía un plus de exclusividad a compradores de muy, muy alto estatus. A esa parte del espectáculo se dirigía ahora.

        Pasaron a un comedor más pequeño, aunque también desahogado, con una única mesa redonda en el centro y cubiertos para ocho. Seis puestos ya estaban ocupados. Anderson pensó que esos serían los cabos que estuvo atando el rector antes de su entrada. Frente a ellos, seis hombres organizados en dos grupos de tres. La silla más alejada de la puerta estaba reservada para el anfitrión y la que estaba más cerca de él parecía ser la suya. El investigador saludó con una inclinación y tomó asiento. Conocía a algunos de los que le acompañarían esa noche y no desentonaban con lo esperado.

        Todo el mundo sabía quién era Reed Sanders, propietario de Jumper Minds, una tecnológica norteamericana centrada en la realidad virtual y el turismo espacial. Reed era un hombre delgado, de cuarenta y cinco años, alto y educado, de una buena familia de la costa este, que había hecho fortuna robándole proyectos a los ingenieros que trabajaban para su padre. Esto último no dejaba de ser un rumor, pero sonaba verosímil. Se sentaba a su izquierda, flanqueado por dos asesores.

        En este mercado del lujo reputacional, se producían constantes estafas, pufos o “ventas fraudulentas”. Estaban propiciadas por una labor poco diligente de los que verificaban las investigaciones. Una de las más famosas fue la de la “fusión fría” de Pons y Fleischmann. A consecuencia de esos casos, los “compradores” ahora se hacían rodear de una muralla de especialistas y calificadores que, cómo no, sacaban su tajada de la investigación ajena.

        Reed tenía a ambos lados a dos de ellos. A su derecha, Phillipe Chardeux, de la Sorbona, respiraba con dificultad. Era un engreído don nadie que había arruinado más de un proyecto publicando bulos y mentiras. Se decía que cobraba de los dos lados. Era alto y con sobrepeso, y el científico no pudo evitar la idea de que Chardeux quizá asistía a más comidas de las que debiera. Tenía cierto aire de desesperación, igual también arrastraba más deudas de las que le convenía. A su izquierda se sentaba Marcus Stern, al que Anderson conocía solo de oídas. Era un antiguo directivo de Nevada, el contratista de defensa. Un maestro de los negocios sin formación científica. Stern era pequeño, de nariz prominente y ojillos vivos y retraídos. Un halcón con pinta de perdiz.

        Si a la izquierda se sentaba el tecnólogo ansioso de notoriedad y dólares, a la derecha lo hacía el inversionista internacional que buscaba prestigio y dólares. Era, con toda seguridad, el más joven de la mesa pues no llegaba a los cuarenta. Zayb Ibn Rashid. Un árabe vestido con iqal y abaya blancos, tez color café y enormes y penetrantes ojos verdes. Se presentó como el representante legal de un emirato del golfo de cuyo nombre prefería no informar. A lo largo de la velada reconoció ser el cuarto hijo varón del jeque, pero siguió ocultando el nombre de su país. En cualquier caso, Anderson no necesitaba saber más. Daba igual a qué tecnológica y a qué emirato pertenecieran, a él le bastaba con conocer el ámbito de sus intereses. Reed estaría buscando la aplicación de sus investigaciones en el terreno de los viajes, espaciales o virtuales. Zayb, como todos los inversores árabes, desearía posicionar a su país en sectores estratégicos con futuro, aunque bastante inmaduros para que la inversión no supusiera la ruina de las arcas del reino. De sus asesores nada sabía Anderson. Uno era un señor con más de sesenta años de aspecto norteafricano que nunca miraba a los ojos y no perdía de vista a Zayb. El otro era un joven, de la misma edad que el heredero, que reía mucho y parecía más bien su amigo de correrías que un asesor.

        No faltaba el maestro de ceremonias, el rector, Segundo Pinillas. Un hombre de setenta años, calvo, con gafas, chepudo y delgado, no muy alto y con un inglés rocoso, aunque solícito y siempre sonriente. Anderson no sabía si el rector cobraba de los mecenas, gozaba del momento, o un poco de ambas cosas. El modo en que trataba al milmillonario de Silicon Valley y al atractivo joven de la abaya, indicaba que algo material sacaba del encuentro.

        Entre el mundo del dinero y el de la investigación reinaba un estricto protocolo de relaciones diplomáticas. Los dos asesores de Reed se ignoraban entre sí, como si el magnate fuera en realidad un enorme muro de ladrillo. El anciano que acompañaba al árabe parecía más su “tutor” que su asesor, así que Anderson decidió llamarle así en su cabeza. De hecho, estaba pendiente en todo momento de lo que Zayb decía o revelaba haciendo discretos gestos de reprobación cuando el joven de la realeza sacaba los pies del plato. El otro, el que Anderson ya había calificado como “el amigo”, se interesaba más en atenderle y hacerle estar a gusto que en asesorarle en una materia de la que seguro no tenía ni idea. De hecho, el científico llegó a la conclusión de que Zayb invertiría la cantidad que su “tutor” le dejara, siendo esta siempre igual o menor a la que invirtiera Reed. Era por lo tanto éste el objetivo de la venta.

        Nadie se dio cuenta de que allí no había ninguna mujer, ni siquiera Anderson. La sumiller, que llegó después, si se percató y, quizá por eso, les recomendó uno de los peores vinos de la bodega, nada desdeñable por otra parte, que todos los comensales, incluidos el hijo del jeque y su amigo, degustaron con placer.

 

Tras las presentaciones y la petición de viandas, llegaron las primeras conversaciones con el aperitivo. Anderson tenía la obligación de acotar el interés de los inversionistas, evaluar la importancia de su posible colaboración y darles aquello que quisieran, siempre sin traicionar la esencia de su trabajo. Pero hoy, decidido como estaba a pasar el resto de sus días enclaustrado con su equipo y sus investigaciones, tuvo que reprimir, sin conseguirlo, las ganas de juguetear.

        —Perdone que le pregunte con tanta crudeza, ¿usted es el heredero directo de su padre?

        El silencio se hizo de golpe. Todas las miradas se volvieron hacia el árabe que, con una sonrisa más que ensayada, supo salir de la impertinencia con gracia.

        —Lo sería si muriesen de repente mis tres hermanos mayores, pero pese a lo que puedan pensar, en mi país, los miembros de la realeza no podemos materializar todos nuestros deseos.

        Las risas de los asesores le brindaron a Anderson la oportunidad de escabullirse con otra impertinencia, ahora dirigida al tecnólogo.

        —Supongo que tendrán que abrir los algoritmos de sus negocios ante las nuevas leyes que restringen su ocultación. La voluntad del legislador por proteger los derechos de los usuarios no les habrá venido demasiado bien.

        —Aún estamos consultando con nuestros abogados. Y, créame, son tantos y tan preparados que cuesta trabajo entenderse con ellos. Cuando tenga noticias al respecto le informaré.

        El ambiente había quedado petrificado, pero la llegada de Ángeles, la sumiller, obró el milagro de reanimar al difunto. Del vino pasaron al pescado y de ahí, a la carne, una cena nada frugal que Anderson temió le fuera a dar la noche. Por fin, llegó la sobremesa, el momento clave. Los comentarios ligeros dejaron paso a la artillería pesada.

        —Hoy nos hemos colocado entre el público —dijo de repente Reed. Todos quedaron en silencio—. Teníamos ganas de conocer qué opinaba la nueva generación de físicos de su teoría.

        —Interesante. ¿Y qué opinan?

        Chardeux se retrepó en el sillón a la espera de una respuesta que ya conocía.

        —Todos echaban de menos la presencia de Sofía Rubinstein.

        —Eso se va a arreglar. Las próximas conferencias las dará ella misma.

        Chardeux se incorporó de inmediato. Aquella noticia era una bomba.

     —¿Algún problema?

     —Ninguno. Yo tengo ganas de volver al laboratorio y a ella el mundo la echa de menos. Bien, hagamos que todos seamos más felices. No obstante, entiendo que su presencia aquí no era solo para ver a Sofía.

        —No, por supuesto. Sabrá que acabamos de adquirir la compañía MBuilding, de inteligencia artificial. Marcus Stern será su nuevo director ejecutivo. Nos interesa un aspecto de su investigación que podría, con su ayuda, ampliar los horizontes de las otras divisiones.

        —Soy todo oídos.

        Quedaron en silencio, contemplando la conversación entre Reed y Anderson como si se tratara de un combate de boxeo. Hasta el “amigo” los miraba muy interesado. Reed hizo un gesto y le pasó la palabra a Stern que, antes de hablar, se limpió los labios con la servilleta, como si lo que fuera a decir no pudiera convivir con nada más.

        —Usted ha dicho hoy que, en su teoría, los universos contemplados, los que considera posibles, serían aquellos que respondieran a un modelo matemático. Más o menos.

        Anderson no sabía si le fastidiaba más el entusiasmo aventurero de los estudiantes o la retorcida visión de los directores ejecutivos.

        —A aquellos universos que pudieran tener una representación matemática.

        —Exacto. Ahí quería yo llegar. ¿Qué significa que un universo tenga una representación matemática?

        —Simplificando, que pueda ser explicado en lenguaje matemático. Que no sea absurdo.

        —¿Un modelo matemático concreto podría describir un universo concreto?

        —No funciona así. Un universo concreto debería tener una representación matemática, si no, no sería “viable”.

        Stern y Reed se miraron y parecieron satisfechos del discurrir del interrogatorio, que es la sensación que le producía a Anderson aquel vaivén de preguntas y respuestas.

        —Si con la ayuda de inteligencia artificial creáramos una especie de, no sé como llamarlo, ¿programa?, para encontrar explicaciones matemáticas de universos imaginarios, ¿podríamos tener un mecanismo de validación masiva de universos sin la intervención del hombre?

        —Eso se lo tendrían que preguntar a los chicos de MBuilding.

        —Ya lo hemos hecho —intervino Reed.

        —¿Y bien?

        —Han dicho que, antes, la IA debería aprender todo lo que hace todo el mundo en su laboratorio, acceder a sus bases de datos, sus experimentos, sus ecuaciones y debates, sus ensayos. Todo. Y luego, no habría problema.

        Anderson soltó una carcajada sincera que sonó incluso en el comedor principal, escaleras abajo.

        —Perdón. Perdón —dijo reprimiendo la risa—. Me ha sorprendido.

        Anderson se incorporó en la silla, estiró los brazos apoyando ambos puños sobre la mesa, como si se estuviera desperezando e inspiró con fuerza intentando medir las palabras que iba a utilizar.

        —Me abstendré de hacer ningún comentario que pudiera resultar ofensivo, aunque, su propuesta es tan… atrevida, como para considerarla fuera de lugar.

        Reed se echó hacia atrás. Ya sabía lo que vendría luego. Stern, sin embargo, permanecía en guardia, dispuesto a continuar con el debate.

        —Su compañía, me refiero a Jumper Minds, no se anda con medias tintas: ustedes lo quieren todo. Lo material y lo inmaterial. Quieren nuestro trabajo de principio a fin. La esencia de lo que somos.

        Ahora el que sonrió fue Reed. Con un gesto discreto hizo que Stern se echara hacia atrás. A su derecha, Chardeux estaba boquiabierto. Se ve que no debía saber nada y, después de del relevo en el equipo de Anderson, aquello colmaba toda ansia por conocer. Seguro que ya había seleccionado el periodista que más dinero le daría por la exclusiva. Veía incluso el titular “La IA sustituirá a la investigación humana”. Un bombazo de primera.

        En frente, el joven, su amigo y su tutor hacía tiempo que asistían a la conversación como un esquimal presencia una carrera de camellos. No entendían nada, pero les parecía emocionante.

        —No nos hemos sabido explicar. Y, por favor, no nos acuse de querer robarles el alma. Creo que es una expresión fuera de lugar.

        —Lo que nosotros pretendemos… —empezó a decir Stern.

        —Lo siento —dijo Anderson levantándose—, es demasiado tarde para una discusión de esta envergadura. Si me disculpan, necesito regresar a mi hotel. Con gusto continuaré la conversación en otra ocasión, al fin y al cabo, ambos vivimos en California y estoy seguro de que su alteza no tendrá inconveniente en visitarnos.

        Y con un movimiento que nadie se hubiera atrevido a detener, depositó la servilleta en la mesa, saludó inclinando la cabeza y se fue dejando a los otros comensales con los ojos como platos.

 

Abajo, ya no quedaba nadie más que Ángeles y el camarero que le puso el jerez. Le abrieron la puerta para que saliera y, en el bordillo de enfrente, se encontró sentados, con las cabezas apoyadas uno sobre la otra, a los jóvenes que le interpelaron en la barra. Cruzó la calle en su dirección. El chico despertó a su pareja y ambos se pusieron de pie medio aturdidos.

        —¿Tenéis transporte?

        —Si. Ella tiene coche.

        —Vayámonos de aquí, es hora de levantar esas barricadas.

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