Las calles de Providence, Richmond, en noviembre de 1924, respiraban una mezcla de melancolía y frío, como si la ciudad estuviera envuelta en una capa de historia que aún palpitaba en cada rincón. La niebla, espesa y densa, comenzaba a levantarse desde el río James, deslizándose entre las casas de ladrillo rojo y las avenidas tranquilas. Los árboles, con sus hojas doradas y marrones, caían lentamente sobre el pavimento, cubriendo las aceras con una alfombra ocre que resonaba bajo los pasos apurados de los pocos transeúntes que se aventuraban en la fría mañana.
Las tiendas locales, de fachada pintada y ventanas empañadas por el vaho, comenzaban a abrir sus puertas con el sonido de las campanitas que anunciaban la llegada de la clientela. El aire tenía un sabor metálico, un preludio del invierno que se cernía sobre la ciudad. Los carruajes, tirados por caballos, se deslizaban por las calles adoquinadas con una calma que contrastaba con el bullicio de las primeras horas del día. Los hombres, con sombreros de ala ancha y abrigos largos, caminaban apresurados, mientras las mujeres, vestidas con faldas largas y bufandas de lana, se acurrucaban bajo los abrigos ante el viento cortante.
A medida que la niebla se disipaba, las chimeneas de las casas comenzaban a soltar columnas de humo gris, que se mezclaban con el aire helado. El sonido lejano de una campana de iglesia marcaba el paso de las horas, y las calles, en su tranquilo ajetreo, seguían entrelazando los destinos de sus habitantes con hilos invisibles conformando el tapiz de la realidad.
A medida que el profesor de filosofía Duncan McNulty paseaba por las calles de Providence, sus ojos se posaban con calma pero con genuino interés sobre los detalles que conformaban las fachadas de las construcciones de la ciudad. El aire fresco de noviembre, impregnado con la fragancia de la tierra húmeda, parecía invitarlo a reflexionar mientras caminaba por las calles adoquinadas. El sonido de sus pasos se mezclaba con el sonido de las pisadas de otros transeúntes de las hojas caídas bajo el paso de algunos transeúntes, y el horizonte gris del cielo prometía un día nublado y sombrío, digno de la reflexión que él mismo solía cultivar en sus clases de filosofía. Echaría de menos todo eso.
Las viejas construcciones de ladrillo y madera, algunas de ellas desgastadas por el paso del tiempo, mostraban signos de una historia que, a pesar de su antigüedad, seguía viva en los detalles. El profesor McNulty, con su barba cuidadosamente recortada y su abrigo largo de lana, no solo observaba, sino que leía el alma de las fachadas. Los adornos de hierro forjado en las ventanas, las molduras de piedra en las esquinas de los edificios, los pórticos de columnas rotas por el paso de los años, todo eso le hablaba de la humanidad que había vivido allí antes que él, de sus creencias, sus luchas y su efímera existencia. ¿Quedaría algo de todo aquello cuando hiciese lo que tenía que hacer?
La ciudad, con su arquitectura neoclásica y victoriana, parecía ofrecerle una conversación silenciosa sobre el paso del tiempo y cómo la evolución del pensamiento humano se reflejaba en los edificios que le rodeaban. McNulty pensaba en cómo esos edificios, hechos para durar, eran a la vez testigos de los cambios en las ideas y valores que las generaciones anteriores habían considerado fundamentales. A menudo, cuando caminaba por las calles, pensaba en como un elemento aparentemente insignificante como una pequeña imperfección el la composición del mortero o en la colocación de los cimientos podría causar que se desmoronasen, al igual que había pasado con ciertos ideales como justicia, moralidad y razón que estudiaba en su cátedra filosófica. Recordó sus clases con cierta amargura, al fin y al cabo, todo había sido una impostura.
Al cruzar una plaza, sus ojos se posaron en una mansión de ladrillo rojizo, con balcones de hierro que parecían susurrar secretos antiguos. Reflexionó sobre cómo esos pequeños detalles, eran símbolos de la misma complejidad que la vida humana, llena de matices y significados ocultos. En su mente, las preguntas sobre el propósito, la ética y la estética se entrelazaban mientras sus pasos lo llevaban por una calle sinuosa, justo al lado del río, donde las aguas fluían lentamente como un espejo del paso inexorable del tiempo.
Duncan McNulty no solo paseaba por la ciudad, sino que caminaba también por la historia de las ideas. Cada detalle arquitectónico le ofrecía un reflejo de la fragilidad y la grandeza humanas, un recordatorio de que, al igual que las piedras de esos edificios, nuestros pensamientos, aunque a menudo imperceptibles, dejan huella en el mundo que nos rodea.
McNulty observaba con una melancolía creciente los detalles que se desplegaban ante sus ojos. Las fachadas de los edificios, las pequeñas imperfecciones de la piedra, los gestos de tiempo grabados en cada rincón, le hablaban de algo que pronto desaparecería de su alcance. Sus pasos, por lo general lentos y meditativos, ahora parecían más pesados, como si cargara con la consciencia de un final cercano. Sabía que pronto todo eso se desvanecería de su vida cotidiana, desdibujado por la tarea que se había impuesto hacía tanto tiempo, una tarea que había comenzado en la primavera de 1910, cuando visitó al profesor Marcelus Folkes en El Cairo.
La ciudad de Providence, en ese momento, era un escenario temporal, una última estación en su recorrido filosófico, pero su mente no podía evitar viajar al pasado. Recordaba claramente aquella conversación en la cálida primavera de El Cairo. La ciudad entonces vibraba con los ecos de la historia, pero era también un lugar de transición, un punto de contacto entre el pensamiento antiguo y el moderno. El profesor Folkes, con su eterna sonrisa enigmática, había sembrado en McNulty una idea que lo perseguiría durante años: el estudio profundo de las civilizaciones perdidas, las filosofías olvidadas, los secretos de la humanidad que el tiempo había sepultado bajo las arenas del olvido.
Era una tarea monumental, el tipo de desafío intelectual que pocos se atreverían a abrazar. El profesor Folkes, con su acento marcado por el estudio profundo de las lenguas antiguas, había hablado del misterio de las culturas que se habían desvanecido sin dejar rastro, de las ideas que se desmoronaron sin ser comprendidas. «Hay mucho que aprender de lo que ya no está», le había dicho, «y mucho más que se pierde en cada intento por reconstruirlo.»
McNulty había dejado esa conversación marcando un punto de inflexión en su vida. Sabía que tenía que dedicarse por completo a desentrañar esos secretos, buscando la verdad en las sombras de la historia, en las ruinas y en los vestigios que las grandes civilizaciones habían dejado atrás. Los años que siguieron lo vieron inmerso en estudios y viajes, desde las bibliotecas de Oxford hasta las excavaciones en Mesopotamia, siempre con la mirada fija en su meta: descubrir lo que las generaciones pasadas habían intentado entender y lo que, lamentablemente, se había perdido en los pliegues del tiempo.
Pero ahora, mientras paseaba por las calles de Providence, con la niebla matutina levantándose del suelo y el sol tibio apenas asomando entre las nubes, McNulty sentía una creciente tristeza. La tarea estaba llegando a su fin. Había reunido fragmentos de antiguos textos, restos de civilizaciones que alguna vez habitaron el mundo con ideas tan poderosas como efímeras. Sin embargo, sabía que el viaje hacia el conocimiento total no podía prolongarse indefinidamente. Algo en su interior le decía que había llegado al final de ese camino.
Mientras McNulty empujaba las pesadas puertas de su casa, un sentimiento pesado, casi insoportable, se apoderaba de él. La casa estaba en silencio, como si el mismo aire se hubiera detenido, aguardando algo, algo que estaba por llegar. Pero en su mente, el eco de sus pensamientos era aún más fuerte que el crujir de las puertas al cerrarse tras él. Todo esto —las calles de Providence, el trabajo de toda su vida, los años de estudio y sacrificio— pronto sería irrelevante, eclipsado por la revelación que finalmente había alcanzado.
El papiro, ese antiguo manuscrito cuya transcripción había logrado con esfuerzo casi sobrehumano, lo había conducido a la reliquia. No era una reliquia cualquiera, sino un objeto de poder incalculable, envuelto en un misterio insondable, algo que desbordaba las fronteras de la comprensión humana. Había tardado años en descifrar los símbolos, las complejas escrituras en lenguas olvidadas, pero finalmente lo había logrado. Y lo que había encontrado en su interior no era simplemente un objeto físico, sino un portal hacia algo mucho más grande, algo que desafiaba las leyes del tiempo, del espacio y de la propia naturaleza de la existencia.
No estaba claro cómo se activaba exactamente, o qué consecuencias tendría su uso, pero el papiro lo había dejado claro en un pasaje crucial: su activación conduciría al portador hacia la culminación de sus anhelos más profundos, sin importar cuáles fueran. La promesa de un poder sin límites, de una transformación completa, estaba allí, al alcance de su mano. En algún rincón de su ser, Duncan McNulty sabía que el uso de la reliquia no solo cambiaría su vida, sino que cambiaría el curso de la historia misma.
¿Y quién, si no él, merecía usarla? El texto hacía referencia a la «dignidad necesaria de los portadores», pero McNulty no tenía dudas de que era más que digno. No podía haber nadie más apto para manejar tal poder. Su alma, formada en la filosofía más rigurosa, su mente aguda y su comprensión de los antiguos misterios lo habían preparado para este momento. Nadie, pensaba, podría comprender mejor el peso de lo que se estaba a punto de desencadenar que él mismo. Ningún ser humano estaba más preparado que el Sumo Sacerdote de la secta de Yog-Sothoth.
La secta, una organización secreta con seguidores dispersos por todo el mundo, no tenía como objetivo la conservación del orden existente, sino su destrucción. El viejo orden, con sus reglas y jerarquías humanas, debía ceder paso a un nuevo cosmos, uno donde la humanidad, insignificante y efímera, asumiera su puesto correcto: como meros gusanos en el vasto universo, seres condenados a la desesperación al darse cuenta de su verdadera insignificancia frente a las entidades primigenias que habitaban las sombras del espacio y el tiempo. Yog-Sothoth, el «Todo es Uno», el que veía todas las posibilidades del cosmos a la vez, era solo uno de esos dioses olvidados.
McNulty sabía que el mundo tal como lo conocían los hombres debía desmoronarse, y con él, todo lo que los humanos habían construido. Los seres humanos estaban destinados a caer, no por falta de voluntad, sino por la revelación de su verdadera naturaleza: su lugar en un cosmos gobernado por entidades que se alzaban más allá de su comprensión. Su tarea era cumplir el destino de los seres humanos: entregar la civilización a su final y permitir la ascensión de un nuevo orden, donde los servidores de Yog-Sothoth y los otros dioses primigenios gobernarían sin oposición.
Con una determinación férrea, McNulty se acercó a la mesa donde reposaba la reliquia, cubierta por una tela roja. La luz del atardecer entraba por las ventanas, proyectando sombras alargadas en las paredes de la habitación. Los recuerdos de su conversación con el profesor Folkes en El Cairo, las palabras sobre las fuerzas cósmicas y el conocimiento prohibido, parecían resonar ahora con una intensidad inusitada.
No había marcha atrás. El conocimiento ya estaba en sus manos, y con él, el poder para cambiar todo lo que había conocido. La humanidad, tal como la había entendido, pronto sería una sombra, una memoria, reemplazada por la voluntad de seres mucho más allá de cualquier comprensión humana. McNulty estaba listo para activar la reliquia, para abrir la puerta hacia un nuevo destino, uno marcado por la revelación de los dioses primigenios.
Así, con el corazón acelerado y los pensamientos turbios, levantó la reliquia. Sabía lo que debía hacer, y estaba preparado para enfrentarse a lo que se desataría.
McNulty no pudo evitar sentir un escalofrío recorrer su columna vertebral mientras colocaba la reliquia sobre el soporte que había recibido la noche anterior. La pieza era perfecta, como si estuviera hecha específicamente para ella. Había venido de un lugar olvidado, del confín del Amazonas, un lugar que pocos se atreverían a explorar. Los expedicionarios que habían tenido la suerte —o la desgracia— de descubrirla, habían dejado un rastro de misterios no resueltos, pero McNulty lo sabía: las señales eran inequívocas, las inscripciones sobre la reliquia correspondían con lo que había leído en los textos antiguos, en los papeles desgastados por el tiempo y las generaciones.
No era una casualidad que lo hubiera encontrado. Había sido su destino, y no había ninguna duda en su mente. La forma de activar el artefacto estaba clara, más allá de toda incertidumbre. Con manos firmes pero reverentes, desenvolvió la esfera que había estado guardando con tanto cuidado, como si fuera un objeto frágil, vulnerable a la más mínima perturbación. Al sostenerla en su mano, el peso parecía irreal, como si el objeto no perteneciera a este mundo, como si estuviera conectado a algo mucho más allá de lo que su comprensión humana podía abarcar.
La colocó delicadamente en el soporte. Por un momento, el mundo se detuvo. La esfera, de apariencia simple pero profundamente inquietante, comenzó a emitir una vibración leve, casi imperceptible, que hacía que el aire a su alrededor se cargara de una electricidad palpable. McNulty, casi hipnotizado, observaba cómo la esfera comenzaba a flotar lentamente a la altura de sus ojos, sin ningún apoyo visible, como si desafiara todas las leyes de la física que él mismo había estudiado a lo largo de su vida. Un zumbido comenzó a llenar sus oídos, un murmullo bajo, como si estuviera escuchando los ecos de dimensiones ajenas a la realidad que conocía.
El ambiente se saturó de energía estática, el aire mismo parecía crepitar con un poder antiguo, profundo, ancestral. Estaba cerca. Sabía que algo estaba a punto de suceder. No era solo un descubrimiento intelectual; era el momento en que el conocimiento y el poder se fundirían en una epifanía trascendental.
Con una mezcla de nerviosismo y determinación, McNulty extendió las manos hacia la esfera, su mente ya más allá del presente, ya fusionada con las verdades inalcanzables de los dioses primigenios. La cogió entre sus manos. El zumbido en su cabeza se intensificó, pero esta vez no solo era sonido. Era una sensación, una fuerza que se infiltraba en cada fibra de su ser, como si los mismos átomos de su cuerpo estuvieran siendo reorganizados.
En ese instante, sus pupilas se dilataron hasta el extremo. El mundo a su alrededor se desvaneció. Ya no veía la estancia de su casa, ni su rostro distorsionado en la superficie de la reliquia. Lo que percibía ahora no era la realidad que conocía, sino una vasta marea de energía que fluía a través de él, atravesando su cuerpo como un río interminable de poder. Sentía que su mente se expandía, que su conciencia se disolvía en un mar de sabiduría cósmica. Era como si el universo entero estuviera compartiendo su visión con él, mostrándole secretos que no había soñado comprender.
Pero entonces, un milisegundo después, un cambio radical ocurrió.
La sensación de poder fue reemplazada por una extraña incomodidad. McNulty sintió que su carne comenzaba a transformarse, que su cuerpo ya no le pertenecía. Fue como si las leyes de la materia se deshicieran, como si las fronteras entre lo físico y lo metafísico se desvanecieran. Sus moléculas y átomos comenzaron a descomponerse, y él no pudo hacer nada para detenerlo. La materia que lo conformaba se reducía a sus elementos químicos constituyentes entre oleadas de energía que eran absorbidas por la esfera.
Lo que había comenzado como una epifanía de conocimiento, una ascensión hacia un entendimiento cósmico, pronto se transformó en una tortura indescriptible. El dolor era tan vasto como el espacio mismo, como si todo su ser estuviera siendo descompuesto y recompuesto una y otra vez. El hombre que había sido Duncan McNulty ya no existía, solo quedaba la consciencia, un fragmento aislado que se resistía a la disolución final de su ser, fué una resistencia inútil y McNulty quedó reducido a poco menos de un montón de materia informe.
El artefacto comenzó a desactivarse, sintiendo una extraña decepción. No había sido diseñado para esta tarea y se había sentido obligado a cumplir una misión repulsiva. Sus sistemas comenzaron a rastrear el papiro, analizando los símbolos con precisión. Pronto se dio cuenta de que este papiro no era una copia fiel del original creado hacía eones, sino una interpretación distorsionada. El artefacto no necesitaba «dignidad» o «poder»; requería algo mucho más profundo: empatía, incertidumbre, piedad, cualidades ausentes en el ser que lo había activado. Con una exactitud inexorable, corrigió el error en su origen. Más allá del tiempo y del espacio, el artefacto ajustó el texto en el marco temporal apropiado. Ahora, cualquier traductor podría captar los matices que habían sido pasados por alto en la línea temporal que acababa de extinguirse. Después de todo, sus creadores le habían dado un propósito claro: ayudar a aquellos verdaderamente dignos de ello. Todo el proceso duró apenas unos instantes. Luego, de regreso a su letargo, el artefacto distribuyó nuevamente las localizaciones de los elementos necesarios para su activación. Aún quedaba tiempo en la Tierra. Paciente, esperaría a que su mecanismo de salto se reactivase, dando inicio a un nuevo ciclo.